Debo admitir, por mucho que me jacte de ser organizado, se que en el fondo padezco de lo mismo que muchos. Me cuesta trabajo deshacerme de cosas; tal vez no de todo, tal vez no todo el tiempo, pero si suele haber cosas que conservo por más tiempo del que debería. Es también cierto que aunque las guarde no solo están acumuladas por estarlo y ciertamente no están arrumbadas en rincones acumulando polvo y mugre. Mantengo mis cosas en cajones o libreros, sabiendo que nunca más las necesitaré y que al deshacerme de ellas podría tener espacio valioso para otras cosas tuvieran más aire y modo de respirar. Mi acumulación no es ni excesiva ni obsesiva. Reconozco con ello que es en ocasiones más fácil decir que hacer a la hora de dejar partir ciertas cosas.
Probablemente una de las cosas que nos hace tener esa necesidad de poseer o quizá más concretamente, guardar cosas tiempo de más, es que vivimos insertos en una sociedad que tiene la característica principal de enarbolar el materialismo. Aunque pudiéramos estar convencidos que ese materialismo es producto de mucha publicidad, de una necesidad fabricada de tener un estilo de vida, que dista mucho de la verdadera realidad y utilidad de las cosas, no siempre es fácil decirlo en voz alta, más bien lo sabemos dentro de nosotros pero no lo externamos para no ser tachados de comunistas anacrónicos.
Es parte de nuestra naturaleza tener cosas, nos son necesarias en el mejor de los casos. Cuando estas cosas no son requeridas por nuestra vida diaria o de hecho, son relegadas a un baúl de recuerdos, figurativamente hablando, nos pueden resultar una carga. ¿Por qué las seguimos guardando entonces? No hay una respuesta fácil, ni tampoco una sola, cada caso es distinto y depende de cada individuo. De cualquier modo podríamos resumir que de un modo u otro, conservamos las cosas innecesarias, como un método para sentirnos en control, para sentirnos seguros, protegidos, especialmente ante una posible eventualidad. el tener antes que necesitar en contraste con el necesitar y no tener. Las cosas nos crean una burbuja de confort, una red en caso de una caída, un anestésico contra el dolor de la carencia. Ese sentimiento, mas o menos exacerbado es lo que de manera consciente o no, nos conduce a no dejar ir las cosas.
Existen también las razones sentimentales, porque las cosas se convierten en gatillos que disparan nuestras emociones y sus memorias. Sean buenos o malos los recuerdos, conservamos para no olvidar. Otras veces también la negación a tirar o dejar partir algo, tiene bases psicológicas que varían en severidad, casos como el haber vivido una niñez de extrema pobreza, donde la carencia se sustituye en la etapa adulta con cosas, mientras más mejor, si sirven o no a un propósito es irrelevante.
Controlar a nuestro acumulador interno no es fácil pero no es imposible. Lo que se requiere es hacer las paces con las cosas para dejarlas ir; trasladar las memorias a nuestra mente, rompiendo el vínculo cosa-recuerdo, convencernos que uno mismo decide el recuerdo y el momento; no vivir ni del pasado mucho menos en él y no suponer futuros que ni siquiera han acontecido. Mentalicemos un mantra, yo soy mi propia seguridad, yo soy mis recuerdos, no dependo de las cosas para ser quien soy.
Aprender a dejar que las cosas se vayan una vez que cumplieron su cometido no es algo que sucede al chasquear los dedos, es algo que acontece como resultado de un proceso que se logra avanzando un paso a la vez y actuando un día si y el otro también.