Por Nacho Eguiarte
Que hermoso es pasear en verano por la ciudad; digamos por un centro comercial, mirar los escaparates y entrar a algunas tiendas y darte cuenta que a mitad de agosto el aire huele a Navidad… ¿Qué insensatez escribí? Ninguna. Ocurrió hace una semana que íbamos como cada mes, al supermercado a surtir la lista de despensa no perecedera y de aseo personal; al aproximarnos con el carrito de compras a la caja miro a los estantes más próximos y la realidad me abofeteó, el mercantilismo de las fechas de celebración.
Entre listones rojos, dorados y verdes, estaban las cajas de esferas, las figuras regordetas de Santa Claus, toda clase de aliños navideños. Eso sí, competían con los muebles aprovisionados de cuadernos por el regreso a clases y las calabazas del Halloween. No pude evitarlo, mi espalda se empezó a erizar como gato que presiente una amenaza. Quiero aclarar aquí, si gozo con las fiestas como la Navidad, no en exceso, no me dejo llevar por la idea comercial, pero hay cosas que me parecen ridículas. Hay una pérdida de identidad estacional al sentirse apresurada o encimada una época con otra a la que le falta en el mejor de los casos un par de meses o un cuarto de año en ser celebrada.
Yo se que las tiendas están entre la vorágine provocada por la competencia y la ganancia, pero existimos personas que nos gusta vivir un día a la vez o una celebración a la vez, como en este caso. No me gusta comprar pan de muertos en septiembre, tampoco decoro mi casa con escarcha desde octubre. No termina nuestro verano con sus noches de lluvia y calor, cuando ya tengo que apurarme por la lista de regalos o por como he de pagarlos en la cuesta de enero.
Con el empalme de fechas, estaciones o celebraciones se provoca un fenómeno interesante y nada deseable. La gente entra en frenesí, porque comienzan a sentir que el reloj que detonará la bomba del fin de año cuenta los minutos y segundos más rápido de lo que sería en otro momento del año. Todo empieza a ser más acelerado y si bien beneficia en parte al comercio, hace que todos comiencen a estresarse sin más, corriendo el riesgo de jalar demasiado los hilos provocando que se revienten. Recibe nuestro cerebro un mensaje de alarma, el tiempo no alcanzará de acuerdo a esa percepción forzada y tenemos que vivir frenéticamente por los próximos 4 meses.
Tenemos que pausarnos a nosotros mismos, tenemos que forzarnos de ser preciso a llevar las riendas de nuestra vida y no dejarnos llevar por la corriente; ese estrés adicional no es de beneficio. Hay una frase en inglés que ronda las redes “Acabo de ver el primer comercial navideño de la temporada, te pone en el humor de comenzar a matar gente”. Claro que es extremo pero entiendo el sentido metafórico del comentario, empiezas a escuchar villancicos en septiembre, con parafernalia navideña desde agosto, en diciembre ya no hallas la puerta para que todo termine y no disfrutas de la misma manera porque con tanta anticipación terminas completamente saturado. ¿A ti te sucede lo mismo o soy caso extraño?
El artículo “Pérdida de identidad estacional” apareció publicado primeramente en el Blog de Organización NACHOrganiza